Confesión es un relato que mal escribí hace ya bastantes años cuando la vida me empujó a buscar una salida al dolor y las emociones a través de las palabras. Si bien, si la historia en sí, que recrea el concepto de uróboros, esto es, la simbolización del ciclo eterno de la vida y la muerte, del volver a empezar y terminar sin fin, del eterno retorno de Nietzsche, siempre me ha resultado atractiva, mi desarrollo de la narración flojeaba por todas partes en la intención de introducir al lector en un juego literario.
Pero, dejándome influir por la propia historia y por el también inacabable ciclo de la creación, decidí que en vez de darle placer al fuego inquisidor…, sería mejor darle un lavado de cara a Confesión en la forma en la que estaba narrado. Si lo he conseguido o no, ya depende de vuestra valoración, aunque os advierto de que, como podréis comprobar en este otro relato: Leyendo a Borges, sigo escribiendo igual de mal o peor que antes. Bueno, no me enrollo más y os dejo con la historia:
Confesión
—Y ese fue el motivo por el que lo asesiné. —dijo con voz pausada, tras haber detallado uno por uno todos los pormenores de su acto. De sus ojos brotaba una mirada limpia y su expresión relajada, a ratos beatífica, contrastaba con el relato recién expuesto a través de sus palabras.
—Nunca en mi vida pensé matar a nadie, pero ahora, soy todo lo que nunca fui. —Continuó. —Y lo que no soy, créame, es inocente. El único sentido de que yo esté aquí, señor Martínez, es para que usted lo verifique.
Una mujer joven, surgida de la nada, cuyo nombre decía ser Sinaí de los Santos, acababa de presentarse ante mí confesando un asesinato, y si bien es cierto que todos conocemos la existencia de personas desequilibradas que se arrogan crímenes que nunca cometieron, en esta ocasión, según pude verificar, si existía un cadáver.
Encontré el cuerpo siguiendo sus indicaciones y por extraño que parezca, según los usos de mi profesión, siquiera me molesté en saber nada del asesinado, solo me paré a comprobar lo que ella había dicho respecto a su nombre, es decir, que se llamaba Andrés López. Así al menos lo indicaba el letrero que colgaba en la puerta de aquella oficina: Andrés López, Abogado.
Como detective privado, no era la primera vez que contemplaba un cadáver, pero este, no sé, tenía algo diferente a todos los demás. Su rostro, sí, esa expresión… No puedo dejar de maravillarme al recordar aquella cara cuyo rigor mortis era la viva imagen de la paz absoluta.
Nunca antes, se lo aseguro, observé en vivos o muertos, siquiera en la ficción, semejante semblante. Sobre todo, teniendo en cuenta el reguero de sangre que había brotado desde su pecho y que, aún húmeda, rodeaba al carnoso cadáver formando un colorido contraste con el linóleo azulado de la estancia.
Conozco a la perfección el protocolo y lo que tenía que hacer en estos casos. Debía de llamar a la policía y no tocar absolutamente nada. Pero por mi cabeza, desfilaron uno a uno los detalles que Sinaí me había relatado. Todo coincidía.
Se preguntará que por qué no lo hice, que por qué no cumplí con mi obligación. Le mentiría si le dijera que no lo sé. Me sentía atrapado por la historia que me había contado aquella bella joven. De una u otra manera creía que yo formaba parte de todo este relato. Así que necesitaba respuestas que, intuía, nadie me podría dar; por eso no quise que la policía se hiciera cargo del asunto.
Por unos minutos, permanecí confuso, aletargado, sin saber qué hacer. Hasta que la imagen del cuchillo en el suelo me sacó del ensimismamiento. Sin duda, me resultaba más turbadora que la del propio muerto. Era como Sinaí me lo había descrito. Su larga y afilada hoja, la empuñadura dorada y, sobre todo, el símbolo que aparecía incrustado en el centro de esta. Dos serpientes mordiéndose la una a la otra formando un círculo perfecto. Con la sangre del señor López sobre la hoja, parecía que las serpientes en verdad se agredían.
Era consciente de que estaba en el escenario de un crimen y que aquel cuchillo era la principal prueba del delito. Aún así, no pude evitar cogerlo. E imagínese, allí estaba yo, con aquel puñal en mis manos delante de un hombre muerto, insensible por dejar mis huellas en el arma y convertirme en un claro sospechoso. Lo peor de todo es que, incluso a sabiendas de lo que implicaba, no me importaba. Fue el recuerdo de las palabras de Sinaí lo que me empujó a hacerlo:
—Yo nunca había usado un cuchillo que no fuera de cocina, —me dijo, —pero de repente, —prosiguió relatando, —cuando empuñé aquel arma por primera vez, me vi a mí misma recreando en mi mente la imagen de mi brazo, cuchillo en ristre, descender con toda su fuerza hasta el pecho de aquel abogado, Andrés López, al que nunca antes había visto en mi vida. Y a pesar de que todo parecía ser solo un pensamiento o, tal vez, un mal sueño, el crujir de las costillas del abogado y la sangre tibia que emanaba de su carne hendida eran reales. Sí, yo lo maté. Así estaba escrito.
Las palabras de Sinaí retumbaban una y otra vez en mi cabeza: yo lo maté, yo lo maté, yo lo maté…
Estupefacto, salí corriendo de aquella habitación como si yo mismo acabara de cometer el asesinato. Regresé a mi despacho, en el número doce de la plaza Nueva de nuestra ciudad.
Allí estaba esperándome. Estática, inalterable, más bella todavía. Segura de que yo volvería, y lo haría solo. Como así fue. Cualquiera hubiera podido leer en mis ojos todos los interrogantes que me atormentaban. Pero Sinaí seguía impasible, sentada sobre el sillón de mi escritorio, esperando mi reacción.
Me acerqué hasta encararme frente a ella. Entonces, pude advertir un extraño fulgor en sus ojos, su expresión se había vuelto taimada, y quien debía contestar fue quien preguntó:
—¿Lo verificó? —Inquirió con voz firme.
—Sí. —Respondí sin añadir nada más.
—¿Y qué piensa hacer sabiendo lo que sabe? —Pronunció desafiante.
—Estoy aquí para averiguarlo y usted debería ayudarme. —Casi supliqué.
—Tenga la certeza de que nada sucede por azar, para usted, para mí, para todos, existe un plan preestablecido, todo está escrito de antemano, todas nuestras acciones no sirven sino para cumplir ese plan, por eso estamos los dos en este lugar. Yo no puedo ser para siempre una asesina.
Su respuesta terminó por descomponer mi ánimo y a medida que mi estado se tornaba más y más agitado, más calmado era el suyo.
— Pero, ¿por qué lo hizo? ¿¡Por qué lo hizo!? —Pregunté de forma vehemente.
— Usted ya lo sabe, señor Martínez, si no qué es lo que hace con el cuchillo en su mano.
No me acuerdo de si le contesté o no, solo recuerdo el brillo de la hoja con las serpientes resplandeciendo en mi mano y como, acto seguido, sin mediar palabra, le asesté una tremenda cuchillada en su pecho.
Sí, yo la maté.
Por cierto, no le he dicho mi nombre, me llamo Luis, Luis Martínez, y le aseguro que jamás pensé en asesinar a nadie. Si bien, supe que no podría escapar de esta historia. Estaba escrito.
Créame, son nuestras acciones y nuestra curiosidad las que determinan cuál será el final. Todo lo demás, poco importa. Si lo hubieras entendido antes…, pero ya es demasiado tarde para ti, para nosotros.
Y ese fue el motivo por el que la asesiné, y el único sentido de que esté aquí, es que usted lo verifique.





