Leyendo a Borges es un relato corto escrito por nuestro querido colaborador Pepe Caballero. Un cuento que deseamos que os sorprenda en su onírica concepción:
Soñar despierto nunca se me ha dado bien. Creo que es por mi falta de ambición, porque cuando uno sueña despierto lo que hace es visualizar aquello que quiere que le pase, y a mí la mayoría de las cosas me pasan sin más, sin que yo haga por que pasen. En cambio, soñar dormido se me da mucho mejor. Supongo que también es por lo de la falta de ambición, ya que cuando duermo no tengo que hacer nada para soñar, solo dormir, y eso es otra de esas cosas que me pasan sin más.
Tampoco hago nada por recordar mis sueños, o me acuerdo o no me acuerdo al despertar, no depende de mi voluntad. A lo único que alcanzo es a contarlos; bueno, y eso también está sujeto a que haya alguien dispuesto a escucharme, así que si no quieres, no te lo cuento… Te advierto que es otra historia de esas raras que me vienen a la cabeza. No te puedes ni imaginar, soñé ni más ni menos que con Jorge Luis Borges. Sí, el célebre escritor argentino.
No te sabría decir muy bien dónde estábamos. Parecía una especie de biblioteca o quizá uno de esos despachos de estilo inglés con estanterías repletas de libros. El señor Borges se mostraba muy altivo, como uno de esos potentados que no tienen problema en mostrar que están acostumbrados a que su voluntad sea cumplida.
—Don Jorge Luis, no necesita usted jactarse ante mí —le decía yo—. Bien me conozco su posición en el universo de las letras y dónde quedamos los demás…
—Che, pibe, —me interrumpió a las primeras de cambio—, no seas boludo, no necesito que quemes incienso en ningún altar. No viniste acá para eso. Estás conmigo porque necesito que me leas ciertos fragmentos. Trae la libreta negra que está allá. Sí, esa. Ahora, ábrela al azar. No importa la página que sea.
Yo seguía cada una de sus instrucciones. Mis dedos se dirigieron de forma instintiva a las primeras hojas de aquel bloc, lo abrí y me quedé sin saber qué hacer.
—Y bien, decidme, ¿qué pone? —Me preguntó impaciente.
Volví a mirar dentro de la página que reposaba entre mis dedos, pero todo seguía igual. No había nada escrito.
—Don Jorge Luis, está todo en blanco, creo que nos hemos equivocado de libreta.
—Pero mira que sos necio —me espetó—. No hay ninguna otra libreta, no hay ningún otro libro, fíjate bien, Pepe, fíjate.
Abrumado, miré a mi alrededor, como intentando encontrar el infinito o la eternidad, qué sé yo, pero no veía más que mi propia indolencia, esa incapacidad que me paraliza cuando de mí se espera que avance. Giré mi mirada hacía el señor Borges buscando en su rostro la decepción que reforzase mi afán por desencantar a todos los que ven en mí algún valor o potencial. Él, muy a mi pesar, me sonreía y con sus ciegos y expectantes ojos, me repetía una y otra vez, fíjate, Pepe, fíjate.
Volví a mirar a mi alrededor; ante mí, esta vez, se abrían interminables hileras de estantes repletos de libros que se propagaban sin fin en todas las direcciones. ¿Era esta la Biblioteca de Babel? ¿Acaso estaba en el escenario de uno de los cuentos del señor Borges? ¿Sería yo mismo uno de sus personajes? Fui incapaz de reprimir mi emoción y empecé a acribillar a don Jorge Luis a preguntas.
—No, Pepe, no estamos en ningún cuento —empezó a responder con calma a mis ansiedades—. Ni tampoco sos ninguno de mis personajes, recuerda que estamos en uno de tus sueños, y que yo vine acá para que me leyeras.
De nuevo volvía a caminar sobre el vacío. Me dirigí hacía las librerías donde esta vez pude ver como millones, cientos de millones, qué digo, de miles de millones de libros se ordenaban en inenarrables líneas geométricas. ¿Era posible que existiesen tantas obras escritas? A mí no me salían las cuentas, aunque preferí no decir nada al respecto. Me limité a admirar la diversidad de composiciones. ¡Todos aquellos libros me parecían tan hermosos! De los anaqueles cogí uno que me llamó la atención, estaba encuadernado en piel, con una portada entre azul celeste y verde mar.
No tenía escrito ningún título. Lo abrí por la primera página, la siguiente, otra, una más, seguí y nada. No había nada escrito. Con inquietud me precipité de una estantería a otra, cogiendo un libro de aquí, otro de allá, y en todos el mismo resultado: páginas y más páginas en blanco. ¿Estaban todos estos libros vacíos? Quise preguntar al señor Borges, pero me había adentrado tan profundamente entre las hileras de estantes que me percaté de que estaba solo; en ese instante, sus palabras: —Fíjate, Pepe, fíjate—, retumbaron en mi cabeza como si acabara de encontrar la llave perdida del cofre de un tesoro.
¿En qué tenía que fijarme? En verdad, no había hecho otra cosa, mirar aquellos libros, las librerías interminables, al señor Borges… Mis ojos lo habían atrapado todo con una mirada hambrienta, pero, al parecer, lo más importante se me escapaba. Decidí no seguir buscando. —A la mierda —pensé—. Le preguntaría a don Jorge Luis.
No sé qué habrías hecho tú en mi lugar, quizás seguir insistiendo, o descifrar todas esas señales que yo nunca veo. Pero mira, eso no va con mi carácter, y aunque puedas pensar lo contrario, no había en mí ninguna sensación de derrota; al revés, por primera vez me sentí en paz. Es como si toda la ansiedad que estaba experimentando por encontrar alguna clase de secreto que desconocía se hubiera disipado sin más.
Volvía a ser yo, a no hacer nada que no fuese dejar que esta historia encontrase su propio camino.
Regresé a la sala principal. Allí, para mi sorpresa, ya no había nadie, ya no había nada. Todo se había desvanecido. Otra de esas ilusiones estúpidas, una de tantas. De existir alguna verdad oculta, estaba claro que a mí no me iba a ser revelada. Pero qué quieres que te diga, nunca he sido de creer en misteriosos y ocultos saberes, pienso que todo suele ser más simple de lo que tendemos a dilucidar. Solo que a veces no somos capaces de ver lo que está frente a nuestras narices. Y eso fue un poco lo que me sucedió a mí.
Aunque más que frente a mi nariz, lo tenía en mi mano. Todo este tiempo me había estado desplazando de un sitio a otro con la libreta negra que el señor Borges me había mandado coger. En mi afán, no le había vuelto a prestar atención. La abrí una vez más. De nuevo, ¡qué desesperación!, con todas sus hojas en blanco.
—No me importaría quedármela. Me vendría genial para escribir. —Me puse pragmático—. De hecho, si tuviera un lápiz, la usaría ahora mismo para anotar este sueño—. En ese momento, empezó a brotar la magia que tan esquiva me había estado siendo. Y, no, no creas que de repente apareció entre mis dedos un lápiz. Era mucho mejor todavía. Todo aquello que imaginaba empezó a reflejarse por escrito en la libreta. Las desnudas hojas comenzaron a vestirse con palabras:
—Viste, Pepe, ya te advertí: no había ningún otro libro, no había ninguna otra libreta—. Me dijo de repente el señor Borges, que como si nunca hubiese dejado de estar sentado frente a mí, me interpelaba con voz altiva.
—Sí, tiene usted razón. Todos y uno son lo mismo—, le respondí yo.
—Sabía que lo entenderías, Pepe. Siempre confié en vos. Pero, Pepe, recordad para qué viniste acá, no tenemos toda la noche, ya tardás—.
—No se apure, don Jorge Luis, ya comienzo.
En efecto, abrí por el principio el libro con la portada entre azul celeste y verde mar que tanto me había llamado la atención. Esta vez, de las hojas empezaron a brotar las palabras que habitaban en mi imaginación. De este modo, empecé a cumplir con mi encargo.
Y así, fue como pasé toda una noche leyendo a Borges.
Si os ha gustado os animamos a que no os perdáis el relato de “El mulo“.





