Primeriza es un relato sobre las vueltas que nos da la vida. Lo inesperado, la desesperación o, quizá, la desesperanza. ¿Acaso no da igual lo que hayamos planificado o la idea que tengamos acerca de lo que creemos ha de ser? La vida antes o después nos enseña que la mayoría de las cosas que nos suceden, ni tan siquiera las elegimos.
Es lo que pasa con el amor. Empezando por el hecho de que no se elige a la persona de la que uno se enamora. El amor o lo sientes o no lo sientes, no depende de tu voluntad. Tampoco está en tu mano que la otra persona te corresponda; o que en un momento dado, ese amor que bullía en ambos corazones, se apague en uno de ellos sin que el otro se percate.
Aunque, bueno, quizá si haya ciertas cosas que se eligen. La maternidad puede ser una elección, o tal vez, también haya algún “pero” al respecto. La verdad es que a nosotros se nos escapan casi todas las cosas, somos del género “no me entero”.
Lo que sí sabemos es que este relato de Pepe Caballero, no nos ha dejado indiferentes. Sin más:
Primeriza
No se escuchaban los llantos, el bebe no lloraba. Teresa permanecía acostada en la cama. Exhausta tras un día atareado, decidió irse a dormir antes de lo habitual. Lo cierto es que ella nunca trasnochaba, como muy tarde apagaba las luces de su habitación a las once de la noche cuando la lectura de alguna novela conseguía robarle esos minutos de sueño que tanto precisaba.
Si no descansaba un mínimo de ocho horas no se sentía con animo al día siguiente. Sintió adormecerse, los ojos se le cerraban, pero el silencio, la ausencia de llanto, la perturbaban. Se levantó a ver que sucedía.
Cualquiera merece otra oportunidad, por qué no la habría de tener ella. Cuando comenzó el tratamiento, tanto su hermana María, como su amiga y compañera Almudena, se implicaron al máximo con Teresa.
Esta vez no se sentiría sola. El tiempo había transcurrido demasiado rápido, esa gran desconocida que era la vida no dejaba de sorprenderla. Ahí estaba a sus cuarenta y cinco años, cuando la amenorrea había anunciado los primeros síntomas de la menopausia, sintiendo en su cuerpo las transformaciones del embarazo.
Toda la ilusión perdida se tornó en un nuevo fulgor para su existencia. Los últimos años en absoluto habían sido fáciles: primero la muerte de mamá, y apenas transcurrido un año, la separación y posterior divorcio con Álvaro.
Nunca se hubiera imaginado que él la abandonaría. Tres años mayor que ella, representaba todo lo soñado, desde que empezó a despuntar como una mujer bella e inteligente codiciada por no pocos pretendientes, respecto de lo que debía de ser su pareja.
Tanto más le dolió la forma en que la dejó. Tras una discusión banal, le dijo que no la aguantaba más, llenó una pequeña maleta de ropa y se marchó de casa sin decir nada.
En seis días no atendió a ninguna de las llamadas que ella le realizó, siquiera se avino a hablar con Teresa el día que desesperada se acercó a su trabajo con el objetivo de verlo y pedirle disculpas por la discusión. Se sentía culpable de lo ocurrido.
Fiel a su dolor, comprendió que debía dar tiempo a Álvaro para que se sosegara y acabara por perdonarla. Pasadas tres semanas, él la telefoneó. Tenían que hablar. Sí, todo se solucionaría, suspiró Teresa.
Se arregló de forma concienzuda, pero sin aspavientos, tenía que estar al tiempo natural y arrebatadora. Quedaron en Gospel, una cafetería del centro. Ella, aunque hubiera preferido que se vieran en casa, no lo contrarió para que no se sintiera presionado.
Puntual, acudió a la cita. Entró a Gospel donde no vio a Álvaro ni en la barra ni en ninguna de las mesas. Decidió tomar asiento y esperar. La puntualidad nunca había sido el punto fuerte de su marido. Treinta largos minutos después, y dos invitaciones rechazadas a acuciosos caballeros, lo vio aparecer por la puerta de la cafetería.
Apresurado, se precipitó a la mesa donde ella se encontraba, y antes de que Teresa pudiera protestar se disculpó:
— Lo siento, el tráfico estaba imposible y aparcar me ha llevado otros diez minutos.
Teresa, a pesar de su evidente enfado, aceptó las disculpas y terminó de recibirlo con una acogedora sonrisa, estaba dispuesta a solucionarlo todo. Tras interesarse por ella y reconocerle lo resplandeciente que la veía, no tardó en desgranar las razones del encuentro. Quería la separación:
— Todo ha terminado, lo nuestro no tiene sentido desde hace tiempo. —Le espetó.
Lívida y atónita sintió desfallecer, tuvo que sujetarse con una mano a la silla al constatar el tambaleo de su equilibrio. — Te encuentras bien, —le preguntó él. Será idiota, cómo iba a estar bien.
Apenas pudo recomponerse para beber un poco de agua y, convencida, rebatir lo que él acababa de decir: —Pero, ¿cómo que no tiene sentido? Si no hace un mes me decías que no existía en el mundo mejor sitio que el que te ofrecían mis abrazos, pero, ¿qué pasa?, ¡no te entiendo! ¿Por qué dices todo eso?
Álvaro, balbuceó, un no sé, un lo siento, un ha terminado, ha terminado, un he de marcharme, un pasaré por casa a recoger unas cosas, un me voy, me voy. Teresa, estaba ausente, de sus ojos comenzaron a rebosar lagrimas.
Vio a su marido dirigirse hasta la barra, pagar la cuenta y fugaz, como si de un espectro se tratara, salir por la puerta. Ella, hizo acopio de dignidad para recobrarse y marcharse de ese horrible lugar de miradas piadosas.
Tuvieron que pasar cuatro meses, con la demanda de divorcio vista para sentencia, para que Teresa conociera el verdadero motivo de su abandono. Se llamaba Lucía, era un año mayor que ella y, según pudo conocer, tenía dos hijos de un matrimonio anterior.
Este último hecho le dolió incluso más que el seguro engaño que le hubo de infringir Álvaro durante no se sabe cuanto tiempo. Su marido, como ella aún lo llamaba, nunca pretendió tener niños y Teresa, sin más, aceptó esta prerrogativa. Así que viéndose cerca de los cuarenta, no pudo no dejar de sentirse sola, abandonada, y con el corazón y la ilusión estragados.
La vida de rosas, príncipes y castillos con la que sueñan y en la que se educan tantas mujeres se desmoronó entre adioses sin poesía y lágrimas en soledad. Teresa se encerró en el desamor, nunca más podría confiar en otro hombre.
La necesidad de futuro fue la única puerta que consiguió abrir y este, al final, vino en forma de embarazo. Las primeras pruebas con el médico fueron desalentadoras, después tuvo que comenzar con el tratamiento y luchar contra la incomprensión de su hermana.
Todos en su entorno se preocuparon por ella. Teresa se mantuvo firme en su convicción, seguiría adelante a pesar de lo que dijeran el médico y los demás. No estaba dispuesta a abandonar la última oportunidad que le daba la vida para ser feliz.
Llegó hasta la habitación del bebe. Orgullosa contempló la decoración del dormitorio que ella misma se había encargado de dirigir. Hizo que lo pintaran en rosa, con la pared del fondo en blanco a la que añadió unos vinilos de flores rojas.
La cuna de madera lacada en blanco se asomaba al final de una cama pequeña también en color blanco. Del techo colgaba una lampara con forma de margarita, de la cual se desprendía una cálida luz azulada. Unas cortinas de color neutro terminaban de dar armonía a la estancia.
Todo estaba como siempre, solo que esta noche no lloraba. Se recostó en la cama al lado de la cuna. Se durmió.
—Hola, —dijo Almudena al otro lado del teléfono, —he estado toda la mañana llamando, tanto al fijo como al móvil, pero no he obtenido ninguna respuesta. Estaba preocupada, no sabía qué hacer. Prosiguió relatando en un tono alterado que contagio a su oyente.
Nada más terminar la conversación, María, llamó a su hermana; comunicaba. Teresa no se había presentado a trabajar esa mañana. La responsabilidad era una de las virtudes —odiosas— de su hermana. No era normal que no hubiera avisado. Decidió ir hasta su casa.
La hermana pequeña, la inconsciente de la familia, la que siempre había vivido a la sombra de Doña Perfecta, tenía que ser ahora la que se ocupara de ordenar los desequilibrios. Se sintió mal al recordar que había llegado a alegrarse cuando Álvaro la abandonó.
Aunque a fin de cuentas, todos los hermanos competían entre sí. Al menos, eso pensaba María. Tras la separación, su hermana se convirtió en un esquema desordenado. Pero fue la obsesión de Teresa con el embarazo, la que como una corriente de aire, terminará por cerrar de un portazo la puerta de la paciencia.
Sí, cuando parecía que había vuelto a estabilizar su vida, sorprendió a todos al anunciar que estaba preñada. Al principio le pareció una dispersión más de su hermana, luego comprendió que iba en serio. Debía ayudarla.
Llamó varias veces al telefonillo. Nadie contestó. Tenía un juego de llaves del apartamento de su hermana, jamás las había utilizado. Abrió la puerta del edificio. Se dirigió al ascensor recordando las palabras del doctor, necesitará bastante apoyo, conminó a María.
El tratamiento sería más eficaz en un entorno afectivo estable; la edad de Teresa jugaba en su contra. Después el embarazo se hizo notorio. La alegría de su hermana se acrecentaba a la vez que su preocupación por ella. El ascensor llegó a la planta. El doctor también le anticipó las posibles complicaciones. Introdujo la llave en la cerradura, dudó, y pulso el timbre.
Pseudociesis, un embarazo sicológico. ¿Por qué tenían que pasar ahora por esto? No habían sufrido ya bastante. La visitaba todos los días, intentaba comprenderla y ayudarla, aunque a veces la agotaba. Como cuando decoró una habitación para un bebe que nunca sería.
Giro la llave y entró. Teresa, Teresa, nombró repetidas veces en el silencio. Se precipitó dentro de la vivienda. Torció en el pasillo y un grito ensordecedor rompió la calma cuando vio a Teresa colgando de un cinturón en la puerta de la habitación del bebé. Dentro de la habitación los gritos y la desesperación de María se confundieron con el llanto de una niña recién nacida. El bebé lloraba.
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